Primer intento: Amanecer
La mañana está húmeda y la frialdad se cuela entre los huesos a pesar del calor. A las 7:30am, la Habana a penas se levanta. Todavía se limpia las lagañas, se despereza. Camino tratando de no ensuciar los zapatos. Batalla perdida de antemano. Por más que me mueva cada día sobre mis propios pasos, que aprenda de memoria la medida de cada bache, no es posible evitar tanta suciedad. Delante de mis ojos un perro se esfuerza inútilmente en defecar, o sea, en agregar un poco más de hedor al conjunto, casi insoportable ya. Por encima de mí pasa la avioneta de fumigación, por lo del dengue, no sé lo que va soltando, pero me arden los ojos.
Doblando por San José, después de sortear a los buscadores de pomos que alborotan la basura encuentro a una madre con su hija. La niña, aún medio dormida como yo, se esfuerza por mantener erguida la sombrilla, cargar la maleta y mirar por donde pisa, todo al mismo tiempo. Algo que también experimento y no me resulta nada fácil. La madre desespera y le grita: -Yamila! Vamos mija que esto es para hoy. Pobre Yamila, me digo, en unos pocos años habrá vivido lo suficiente para gritarles también a sus hijos. Probablemente más y peor, porque nada mejora, nunca.
A mí nadie me grita, pero también debo apresurarme. Cuando llego a Galiano cambia un poco el panorama. Los portales ofrecen abrigo de la lluvia y ya se ve más movimiento de gente. Aunque hay que tener cuidado de algún que otro edifico en peligro de derrumbe. En la esquina todavía duerme un borracho. Al doblar, el colorido grupo de los que practican Tai-Shi. Pero no, ya no están, hace varios días que no los veo. Probablemente alguna traba burocrática les ha impedido seguir practicando en la calle.
De nuevo abrir la sombrilla. Ya no me miro los zapatos. Todos los comercios están cerrados. A esta hora solo abren algunas cafeterías particulares. Aquí muchos padres compran merienda para sus hijos. Y les gritan.
Doblar por la calle industria es como dejar atrás un pequeño oasis para volver a sumergirse en el miedo de lo que puede caer de un balcón, de lo que no hay que pisar, del hedor que salta de los latones de basura. En la esquina del agro ya están trayendo alguna mercancía. Dos hombres sacan racimos de plátanos de un auto, a esta hora la acera es de ellos. Es una extensión del agro. Las aceras en la Habana no son para caminar. Puede que sean para sentarse. Algunas personas que viven muy estrechos las utilizan como sala. Sacan los muebles y se sientan a ver pasar a la gente. Los jóvenes se paran a conversar en grupos. Las rejas se abren hacia fuera y se quedan abiertas todo el día.
Tengo que apurarme, ya falta poco. Cruzar Neptuno siempre me desconcierta, tengo muy poco espacio para sortear las aguas albañales que salen a borbotones en la esquina y luego cruzar para doblar por consulado. Ya estoy llegando, Hoy no es lunes, así es que los niños de la escuela no tienen matutino. No están todos formados en filas en medio de la calle, sus padres los dejan en la puerta les gritan y ellos entran en la escuela, la calle es toda mía, para pasar. Pero la viejita de los dedos amarillos ya está mendigando. Pide un cigarro, un peso, cualquier cosa. Nunca le he dado nada. Debería, pero me da mala impresión. Tiene barba y está sucia. En el fondo me da miedo.
En las esquina ya diviso a algunos de mis compañeros. Ya estoy llegando a la meta. Paso el solapín y escucho el sonido de que ha registrado mi entrada. Aquí comienza el día.
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