miércoles, 22 de abril de 2009

Segundo intento: El paseo del prado.

Son las 10:30am. Salgo de mi centro de trabajo para hacer un recorrido por las tiendas. No es que tenga un horario extraño es que puedo salir a cualquier hora y luego seguir trabajando. Lo extraño es que me siguen pagando en el tiempo en que estoy de tiendas. Puede sonar divertido, pero tiene monumentales implicaciones que son bastante desagradables. El caso es que la misma laxitud se aplica a todo. Por eso salgo a las 10:30am. Porque las tiendas abren a las 10 y antes de las 10:30 no es seguro que estén abiertas. Aún así puede que encuentre alguna cerrada todavía, o tal vez alguna que no abrirá en todo el día porque están haciendo inventario. Si me demoro un poco puede que no me atiendan porque la dependienta estará almorzando.

Llego a Prado. En una punta, el mar invencible. Le doy la espalda rápidamente porque me trae demasiados recuerdos y enfilo hacia la otra punta. El piso de granito está sucio y en él se sientan los niños de alguna escuela cercana. Forman dos filas y delante un maestro, casi tan niño como ellos, silbato en mano, les orienta un juego. Trato de pasarlos antes de que empiecen a correr. Las copas que adornan el prado, que antaño imitaban al as de copas de la baraja española, ahora se han convertido en simples vasijas, les falta la tapa a casi todas. No puedo imaginar a dónde fueron a parar.

Puede que sean mis viejos y cansados ojos, pero todo tiene un aspecto decadente. A los lados los hoteles se levantan renovados e impetuosos y las viviendas a penas se sostienen, algunas apuntaladas por vigas de madera. Todo es tan gris!

Doblo al llegar a neptuno. Dos cuadras más abajo en la primera tienda de víveres que encuentro no hay suerte, ni aceite que es lo que he venido a buscar. Otra cuadra más adelante lo encuentro. Hago la cola en la caja, espero a que la cajera termine de discutir con el empleado que cuida la puerta. Algún problema con un vale.

Al regreso, de nuevo en el prado me percato de que los árboles están pugnando por salirse de los huecos a que han sido destinados. Las raíces se han incorporado a la laxitud nacional y levantando las rejas que las contenían han decidido apoderarse del suelo de granito. No me imagino cómo se podría contener tan impetuoso avance, pero supongo que habrá alguna forma.

Paso de nuevo delante de los niños que se ejercitan. Es idea mía o ahora están más sucios, ajados y polvorientos. Si no lo hubiera vivido hace algunos años, no podría imaginarme cómo pueden volver a la escuela, vestir el uniforme sobre la mezcla de sudor y churre y continuar la jornada de clases.

Llego nuevamente a mi centro de trabajo. La señora que cuida la puerta me pregunta si encontré algo bueno. Le respondo que nada y no se asombra. Cuando paso por delante del reloj marca las 11:10am. He perdido más de media hora. No importa, he perdido más de media vida y tampoco importa.

martes, 21 de abril de 2009

Primer intento: Amanecer

La mañana está húmeda y la frialdad se cuela entre los huesos a pesar del calor. A las 7:30am, la Habana a penas se levanta. Todavía se limpia las lagañas, se despereza. Camino tratando de no ensuciar los zapatos. Batalla perdida de antemano. Por más que me mueva cada día sobre mis propios pasos, que aprenda de memoria la medida de cada bache, no es posible evitar tanta suciedad. Delante de mis ojos un perro se esfuerza inútilmente en defecar, o sea, en agregar un poco más de hedor al conjunto, casi insoportable ya. Por encima de mí pasa la avioneta de fumigación, por lo del dengue, no sé lo que va soltando, pero me arden los ojos.

Doblando por San José, después de sortear a los buscadores de pomos que alborotan la basura encuentro a una madre con su hija. La niña, aún medio dormida como yo, se esfuerza por mantener erguida la sombrilla, cargar la maleta y mirar por donde pisa, todo al mismo tiempo. Algo que también experimento y no me resulta nada fácil. La madre desespera y le grita: -Yamila! Vamos mija que esto es para hoy. Pobre Yamila, me digo, en unos pocos años habrá vivido lo suficiente para gritarles también a sus hijos. Probablemente más y peor, porque nada mejora, nunca.

A mí nadie me grita, pero también debo apresurarme. Cuando llego a Galiano cambia un poco el panorama. Los portales ofrecen abrigo de la lluvia y ya se ve más movimiento de gente. Aunque hay que tener cuidado de algún que otro edifico en peligro de derrumbe. En la esquina todavía duerme un borracho. Al doblar, el colorido grupo de los que practican Tai-Shi. Pero no, ya no están, hace varios días que no los veo. Probablemente alguna traba burocrática les ha impedido seguir practicando en la calle.
De nuevo abrir la sombrilla. Ya no me miro los zapatos. Todos los comercios están cerrados. A esta hora solo abren algunas cafeterías particulares. Aquí muchos padres compran merienda para sus hijos. Y les gritan.

Doblar por la calle industria es como dejar atrás un pequeño oasis para volver a sumergirse en el miedo de lo que puede caer de un balcón, de lo que no hay que pisar, del hedor que salta de los latones de basura. En la esquina del agro ya están trayendo alguna mercancía. Dos hombres sacan racimos de plátanos de un auto, a esta hora la acera es de ellos. Es una extensión del agro. Las aceras en la Habana no son para caminar. Puede que sean para sentarse. Algunas personas que viven muy estrechos las utilizan como sala. Sacan los muebles y se sientan a ver pasar a la gente. Los jóvenes se paran a conversar en grupos. Las rejas se abren hacia fuera y se quedan abiertas todo el día.

Tengo que apurarme, ya falta poco. Cruzar Neptuno siempre me desconcierta, tengo muy poco espacio para sortear las aguas albañales que salen a borbotones en la esquina y luego cruzar para doblar por consulado. Ya estoy llegando, Hoy no es lunes, así es que los niños de la escuela no tienen matutino. No están todos formados en filas en medio de la calle, sus padres los dejan en la puerta les gritan y ellos entran en la escuela, la calle es toda mía, para pasar. Pero la viejita de los dedos amarillos ya está mendigando. Pide un cigarro, un peso, cualquier cosa. Nunca le he dado nada. Debería, pero me da mala impresión. Tiene barba y está sucia. En el fondo me da miedo.

En las esquina ya diviso a algunos de mis compañeros. Ya estoy llegando a la meta. Paso el solapín y escucho el sonido de que ha registrado mi entrada. Aquí comienza el día.