martes, 9 de noviembre de 2010

Sexto Intento: La feria del libro de la Habana

Pequeño y delgado, el muchacho, iba entrando en el complejo Morro Cabaña para participar en la feria del libro. No porque fuera buen lector, no porque pensara comprar algún libro de ciencia (son demasiado caros) tampoco porque le interesara el ambiente editorial. ¿Entonces por qué? Pues… Por nada, simplemente porque no hay otra cosa que hacer.
La cabaña está repleta de gente que como él, gente a la caza de acontecimientos. Pasan junto a una tarima donde descansan en paz desde Borges hasta Vargas Llosa… (¿Vargas Llosa en la feria del libro de la Habana!?, bueno hombre, es un decir.) Muchas buenas obras allí, esperando y esta gente llenando el recinto y hasta comparando libros que nunca van a leer. Buenos libros que tú y yo necesitamos para asegurarnos de que no somos rarezas de circo, que hay por ahí gente como nosotros. Pero ellos no, ellos no tienen esos problemas, ellos pasan junto al diario de amor de la Avellaneda y compran el de al lado, tal vez… algo sobre el cultivo de peces tropicales. O no compran nada, solo ven a la muchacha que está junto aquella tarima. Eso fue lo que él vio. Justamente aquella muchacha. Tal vez ese haya sido su objetivo inicial, ver muchachas. Es un deporte muy de moda en esto tiempos. Debe de haber sido realmente bella porque le entraron, de repente, muchas ganas de comprar un libro. Bueno, de comprarle un libro a la muchacha, después de todo, la belleza, ejerce su influencia sin que lo notemos, se desplaza silenciosamente por nuestra conciencia y a veces no tan silenciosa.
La idea no era del todo loca, (solo un poco) después de todo, qué mejor para llamar la atención de una muchacha bonita en aquel lugar que comprarle un libro. Cualquier conquistador experimentado diría que para captar la atención de una muchacha basta hacerla reír, pero después de todo, él, el muchacho pequeño y delgado no es un conquistador experimentado, y pensó regalarle un libro. Pero… ¿qué libro? Esa fue la primera piedra. Y no sería la última.
No se puede esperar que alguien que no sabe quién es Saramago, sepa que no hay modo de escoger un buen libro para regalar sin conocer a la persona (Ni al libro!) Pero hay que reconocer que hizo su mejor esfuerzo. Le preguntó al dependiente. –Puede usted recomendarme un buen libro para regalarle a aquella muchacha? El dependiente tampoco sabía mucho de libros, así es que, con alguna reticencia, nombró uno. ¿Cuál? Una buena pregunta, tratándose de nosotros lectores empedernidos, pero él, el muchacho, ni siquiera lo recuerda. ¿Pero qué libro ibas a comprarle a la muchacha, quién era el autor? No lo sabe, nunca lo supo, tuvo el libro en sus manos pero no en su mente. En su mente solo estaba la muchacha. Pobre libro.
Pero no se conformó con tener el libro. Quería escribir en él una dedicatoria. Ya tenía el libro, solo necesitaba un bolígrafo. Otra piedra en su camino. No tenía bolígrafo. Otra vez recurrió al dependiente, pero un bolígrafo es una posesión demasiado apreciada por un dependiente. Él tiene que llenar vales y vales de salida. Y su jefe solo le da un bolígrafo muy de vez en vez, cuando los que le entrega la empresa le sobran, cuando el hijo ya tiene todos los que necesita para la escuela, o sea, el pobre dependiente casi nunca recibe un bolígrafo, no se le puede tomar a mal que no quiera prestarlo. -Te lo compro! Vaya mentalidad mercantilista! En nuestra sociedad no estamos preparados para eso, además si lo vende, con qué llena los vales de hoy y luego el trabajo de andar por ahí buscando un bolígrafo. Capaz que no haya, que estén en falta en las tiendas… No, definitivamente no hay bolígrafo. ¿Y la muchacha? Se fue, se esfumó, se evaporó.
Cualquier conquistador, incluso uno no muy experimentado, se habría dado cuenta de que las cosas no iban muy bien, de que era mejor dejar el pobre libro en el estante y seguir por el mismo rumbo, o sea, sin rumbo, vagando por la feria, en busca de nada o tal vez de alguna muchacha, pero no de esa, a la que no le interesa el muchacho, ni siquiera el libro. ¿Y qué hace en la feria? Bueno, solo ella lo sabe, o tal vez ni siquiera ella misma lo sabe.
Este no sería un buen final para una historia, aunque hubiera sido, sin dudas un buen final para el muchacho. Pero después de vagar un rato, tuvo “la suerte” de volver a encontrar a la misma muchacha. Esta vez en una sala de venta en dólares y con una amiga. Se apresuró a comprar una postal. Estaba seguro de que la amiga le diría el nombre de la susodicha. Estaba tan seguro, era algo tan simple. Allá se fue, postal (y bolígrafo) en mano. (En las salas que venden en dólares se encuentran maravillas) –Por favor, me puedes decir el nombre de tu amiga. –Y por qué no se lo preguntas a ella? Sabias y simples palabras. Otra piedra en su camino. Empecinada muchacha que no quiere decir el nombre de la amiga. ¿Por qué? Algo tan simple como un nombre. -Tal vez para usted sea simple, pero para mí es algo muy íntimo, yo no le doy el mío a todo el mundo. No me gusta que los desconocidos me llamen por mi nombre. –Pero es que quiero darle una sorpresa, dedicarle una postal… Nada. No hay nombre. Postal dedicada sin nombre de destinatario. Estamos de nuevo frente a la muchacha y adivinen qué quiere ahora el muchacho delgado. Quiere regalar un libro. No importa que sea en divisas! No importa que sea el libro más caro del mundo, no importa que tenga que gastar todo lo que tiene en un libro que no conoce para una muchacha que no conoce y que a todas luces no lo quiere conocer a él. Una muchacha que no aceptó el libro, ni siquiera la postal. Nada importa, es la feria del libro, es la Habana, ambiente propicio para el absurdo. Tal vez este muchacho merecía la suerte, no de una muchacha terca que no sabe de libros, sino la ínfima suerte de poder leer, de encontrar a otros empecinados del absurdo que vagan en el submundo literario, a otros pequeños seres que se han convertido en sabios autores por saber escribir sus absurdas y empecinadas historias. En cualquier caso, un deseo tan sincero, merecía una suerte mejor.

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