A pesar del prefijo, un bicitaxi es un triciclo, o sea, tiene tres ruedas y no dos, cómo cabría esperar. La palabra viene de bicicleta y taxi como fácil se adivina. ¿Cómo convertir una bicicleta en un taxi? Se preguntó un cubano que pasaba hambre en el período especial e inventó el bicitaxi. Las tres ruedas son de bicicleta. Sobre las dos ruedas traseras se sostiene un asiento doble de ómnibus. Encima de todo esto va un techo de nylon que protege a los pasajeros del sol y la lluvia.
El nombre no es lo único que va mal con el invento. En la época en que surgieron, no había casi tráfico en las calles de la Habana. Ahora son un gran estorbo. Eusebio Leal ha tratado de desterrarlos de la Habana vieja por feos. Por eso la mayoría se asienta en las calles de Centro Habana, municipio adyacente y puente que une el vedado con la Habana Vieja. Centro Habana… atestado… Mi municipio.
Lo de “feos” sería lo de menos. Muchas personan se quejan por el ruido. No es que suenen, es que sus dueños suelen se amantes de la música. Para este efecto los dotan con una batería de automóvil, de camión tal vez. Luego unas buenas bocinas para amplificar y a rodar por la habana volviendo locos a todos los vecinos y transeúntes. Si alguien que no conoce los bicitaxis ha visto automóviles que viajan con sonido semejante, y piensa que eso le da una idea de la situación. No crea, es que un bicitaxi es un vehículo que se desplaza muuuuy lentamente. Por ejemplo, si usted está sentado en la sala de su casa viendo una telenovela y pasa uno, puede perderse aproximadamente dos o tres diálogos. Pero ese es un mal menor. ¿Usted cree que tiene un problema porque de vez en vez un bicitaxi irrumpe estrepitosamente en su espacio sonoro? Bueno, pues yo tengo un vecino, que maneja un bicitaxi y se pasa las horas y las horas reparándolo debajo de mi ventana y regalándonos su estrepitosa música.
Pero el ruido, después de todo, no es el problema más grave. Lo que realmente es alarmante de los bicitaxis es el manejo económico. Paso a explicar cómo funcionan. En una esquina transitada y visible se amontonan cinco o seis o más de estos vehículos con sus respectivos conductores. Pueden pasarse un día entero sin tener ningún cliente. Cuando aparece por fin alguno, no es que pueda escoger el armatoste de su preferencia o el conductor, sino que se le indica el que le corresponde, supongo que por orden de llegada de los vehículos. El cliente explica a dónde se dirige y el taxista le dice el precio de la carrera que oscila entre 20 y 50 pesos, en dependencia de la distancia, que nunca rebasa los dos o tres kilómetros. Tenga en cuenta que 50 pesos excede el salario diario de casi cualquier trabajador.
Nunca compiten entre sí, ni bajan los precios. Pueden pedir más, pero nunca menos. Uno podría pensar que si cobraran menos darían más carreras y ganarían más. Pero eso implicaría más esfuerzo, tenga en cuenta que estos vehículos se mueven por tracción humana. Además ganar mucho dinero es enriquecimiento ilícito. Son un reflejo exacto de la economía cubana. ¿Por qué trabajar más si se puede vivir con menos?
miércoles, 3 de noviembre de 2010
lunes, 1 de noviembre de 2010
Cuarto intento: El balcón de Ricardo
El balcón de la casa de Ricardo es una zona común. Es curioso que las aceras han dejado de ser zonas comunes, y otros lugares, que eran privados han dejado de serlo. Al final no me extraña, porque casi todo ha dejado de ser lo que era.
En Cuba el béisbol, o sea la pelota, es el deporte nacional. También es, por supuesto, uno de los juegos preferidos de los niños. No es fácil hacerse de una pelota real, así que les he visto jugar con cualquier cosa. Pelotas de papel, pedazos de plástico, tapas de pomos es la última moda. Pero sea lo que sea siempre escasean. Por eso cuando algún batazo va a parar a una lejana azotea, es casi parte del juego la hazaña de recuperar la “pelota”.
Por eso el balcón de Ricardo es una zona común. Es el pasillo por donde pasan los niños a buscar las pelotas que caen en la azotea de al lado.
Una tarde Ricardo salía del baño de su casa y se topó de repente con un fornido muchacho de unos trece años en el medio de la sala de su casa. Después de trepar por el poste de la luz, Subirse en el balcón, poner un pie en la baranda y saltar a la azotea. Para luego “pelota” en mano, hacer el camino de regreso hasta el balcón, decidió sabiamente que como la puerta del balcón estaba abierta, era mejor atravesar la sala y bajar por la escalera.
Por eso Ricardo le ha tomado un gran amor al mundial de fútbol. En la época del fútbol, la mata de jazmín que crece a duras penas en el balcón permanece incólume. Y los niños del barrio tienen menos riesgos de sufrir un accidente. Yo no sabría que decir, creo que prefiero la pelota, no es que sea nacionalista, es que un pelotazo con cualquier cosa que se parezca a una pelota de fútbol duele siempre más que uno con una pequeña tapa plástica. Sobre todo si “el niño” que patea la pelota tiene 20 o 25 años.
Pero no me entiendan mal no es que no haya parques donde jugar. Los hay, pero en verano, todos los parques están llenos de “niños” que juegan pelota, si el parque es grande puede haber más de un juego, y aún así todas las calles están también llenas de niños que juegan pelota, ya lo dije, es el deporte nacional. Y aunque la mayoría de las personas suelen tener solo uno o dos hijos, en los últimos 40 años, he visto nacer muchos niños en mi barrio, pero ningún parque.
En Cuba el béisbol, o sea la pelota, es el deporte nacional. También es, por supuesto, uno de los juegos preferidos de los niños. No es fácil hacerse de una pelota real, así que les he visto jugar con cualquier cosa. Pelotas de papel, pedazos de plástico, tapas de pomos es la última moda. Pero sea lo que sea siempre escasean. Por eso cuando algún batazo va a parar a una lejana azotea, es casi parte del juego la hazaña de recuperar la “pelota”.
Por eso el balcón de Ricardo es una zona común. Es el pasillo por donde pasan los niños a buscar las pelotas que caen en la azotea de al lado.
Una tarde Ricardo salía del baño de su casa y se topó de repente con un fornido muchacho de unos trece años en el medio de la sala de su casa. Después de trepar por el poste de la luz, Subirse en el balcón, poner un pie en la baranda y saltar a la azotea. Para luego “pelota” en mano, hacer el camino de regreso hasta el balcón, decidió sabiamente que como la puerta del balcón estaba abierta, era mejor atravesar la sala y bajar por la escalera.
Por eso Ricardo le ha tomado un gran amor al mundial de fútbol. En la época del fútbol, la mata de jazmín que crece a duras penas en el balcón permanece incólume. Y los niños del barrio tienen menos riesgos de sufrir un accidente. Yo no sabría que decir, creo que prefiero la pelota, no es que sea nacionalista, es que un pelotazo con cualquier cosa que se parezca a una pelota de fútbol duele siempre más que uno con una pequeña tapa plástica. Sobre todo si “el niño” que patea la pelota tiene 20 o 25 años.
Pero no me entiendan mal no es que no haya parques donde jugar. Los hay, pero en verano, todos los parques están llenos de “niños” que juegan pelota, si el parque es grande puede haber más de un juego, y aún así todas las calles están también llenas de niños que juegan pelota, ya lo dije, es el deporte nacional. Y aunque la mayoría de las personas suelen tener solo uno o dos hijos, en los últimos 40 años, he visto nacer muchos niños en mi barrio, pero ningún parque.
viernes, 29 de octubre de 2010
Tercer intento: Mi cuadra
Hace unos 30 años, la Habana ya venía cayéndose de bruces. (Eso ya lo dije alguna vez) Sólo que yo no me daba cuenta. No tenía experiencias anteriores para comparar. Ahora ya puedo.
Por aquel entonces frente a la casa había un solar yermo. Mucho antes había habido una casa que se derrumbó. Una casa que nunca conocí. Ese espacio vacío (con algunos escombros) daba sensación de abandono, de suciedad. Pero dejaba que el sol entrara en las mañanas en la sala.
En los años 80, cuando todo se llenó de materiales de construcción y la ciudad empezaron a salirle círculos infantiles y luego consultorios como granos, aquí también salió uno. Un edificio con consultorio y casa para el médico y la enfermera. Y otros apartamentos. Todo muy bonito. La doctora, muy buena ella, pero ya no está. El consultorio ya no es un consultorio. La enfermera sí, ella sigue viviendo allí. Ha tenido hijos y nietos. Ahora, en lugar del sol, entra el sonido de los toques de santo. Tambores y cánticos en la sala de mi casa.
En los altos de la casa de al lado, vivía una pareja. Eran mayores ya y tenían muchos gatos. A mi prima y a mí nos gustaba subir a visitarlos. No recuerdo haber hablado mucho con ellos pero me gustaban los gatos. Ellos ya murieron. Ahora viven 6 ó 7 familias en aquella casa. Separan los cuartos, comparten el baño. La puerta de la escalera desapareció. El mármol de la escalera ya no está, la baranda tampoco. Muchas cosas ya no están y muchas otras aparecieron de repente. Más habitantes, los mismos comercios, el mismo espacio. Ya no hay gatos, ahora hay muchos niños y gritos.
En el edificio que está al lado del consultorio (que ya no es consultorio) vivía una viejita a la que llamaban Fefa. Ahora vive una familia numerosa. Gente joven. Le han dado un ambiente juvenil al barrio. Ellos tienen un magnífico equipo de música con unos bafles de unos 80cm de alto. Suelen ponerlo en el balcón. Justo frente a mi ventana. Se escucha mejor que mi televisor, incluso con la ventana cerrada. Claro, tenemos algunas discrepancias en cuanto a gustos musicales, pero quién se preocupa por esos detalles.
Por aquel entonces frente a la casa había un solar yermo. Mucho antes había habido una casa que se derrumbó. Una casa que nunca conocí. Ese espacio vacío (con algunos escombros) daba sensación de abandono, de suciedad. Pero dejaba que el sol entrara en las mañanas en la sala.
En los años 80, cuando todo se llenó de materiales de construcción y la ciudad empezaron a salirle círculos infantiles y luego consultorios como granos, aquí también salió uno. Un edificio con consultorio y casa para el médico y la enfermera. Y otros apartamentos. Todo muy bonito. La doctora, muy buena ella, pero ya no está. El consultorio ya no es un consultorio. La enfermera sí, ella sigue viviendo allí. Ha tenido hijos y nietos. Ahora, en lugar del sol, entra el sonido de los toques de santo. Tambores y cánticos en la sala de mi casa.
En los altos de la casa de al lado, vivía una pareja. Eran mayores ya y tenían muchos gatos. A mi prima y a mí nos gustaba subir a visitarlos. No recuerdo haber hablado mucho con ellos pero me gustaban los gatos. Ellos ya murieron. Ahora viven 6 ó 7 familias en aquella casa. Separan los cuartos, comparten el baño. La puerta de la escalera desapareció. El mármol de la escalera ya no está, la baranda tampoco. Muchas cosas ya no están y muchas otras aparecieron de repente. Más habitantes, los mismos comercios, el mismo espacio. Ya no hay gatos, ahora hay muchos niños y gritos.
En el edificio que está al lado del consultorio (que ya no es consultorio) vivía una viejita a la que llamaban Fefa. Ahora vive una familia numerosa. Gente joven. Le han dado un ambiente juvenil al barrio. Ellos tienen un magnífico equipo de música con unos bafles de unos 80cm de alto. Suelen ponerlo en el balcón. Justo frente a mi ventana. Se escucha mejor que mi televisor, incluso con la ventana cerrada. Claro, tenemos algunas discrepancias en cuanto a gustos musicales, pero quién se preocupa por esos detalles.
miércoles, 22 de abril de 2009
Segundo intento: El paseo del prado.
Son las 10:30am. Salgo de mi centro de trabajo para hacer un recorrido por las tiendas. No es que tenga un horario extraño es que puedo salir a cualquier hora y luego seguir trabajando. Lo extraño es que me siguen pagando en el tiempo en que estoy de tiendas. Puede sonar divertido, pero tiene monumentales implicaciones que son bastante desagradables. El caso es que la misma laxitud se aplica a todo. Por eso salgo a las 10:30am. Porque las tiendas abren a las 10 y antes de las 10:30 no es seguro que estén abiertas. Aún así puede que encuentre alguna cerrada todavía, o tal vez alguna que no abrirá en todo el día porque están haciendo inventario. Si me demoro un poco puede que no me atiendan porque la dependienta estará almorzando.
Llego a Prado. En una punta, el mar invencible. Le doy la espalda rápidamente porque me trae demasiados recuerdos y enfilo hacia la otra punta. El piso de granito está sucio y en él se sientan los niños de alguna escuela cercana. Forman dos filas y delante un maestro, casi tan niño como ellos, silbato en mano, les orienta un juego. Trato de pasarlos antes de que empiecen a correr. Las copas que adornan el prado, que antaño imitaban al as de copas de la baraja española, ahora se han convertido en simples vasijas, les falta la tapa a casi todas. No puedo imaginar a dónde fueron a parar.
Puede que sean mis viejos y cansados ojos, pero todo tiene un aspecto decadente. A los lados los hoteles se levantan renovados e impetuosos y las viviendas a penas se sostienen, algunas apuntaladas por vigas de madera. Todo es tan gris!
Doblo al llegar a neptuno. Dos cuadras más abajo en la primera tienda de víveres que encuentro no hay suerte, ni aceite que es lo que he venido a buscar. Otra cuadra más adelante lo encuentro. Hago la cola en la caja, espero a que la cajera termine de discutir con el empleado que cuida la puerta. Algún problema con un vale.
Al regreso, de nuevo en el prado me percato de que los árboles están pugnando por salirse de los huecos a que han sido destinados. Las raíces se han incorporado a la laxitud nacional y levantando las rejas que las contenían han decidido apoderarse del suelo de granito. No me imagino cómo se podría contener tan impetuoso avance, pero supongo que habrá alguna forma.
Paso de nuevo delante de los niños que se ejercitan. Es idea mía o ahora están más sucios, ajados y polvorientos. Si no lo hubiera vivido hace algunos años, no podría imaginarme cómo pueden volver a la escuela, vestir el uniforme sobre la mezcla de sudor y churre y continuar la jornada de clases.
Llego nuevamente a mi centro de trabajo. La señora que cuida la puerta me pregunta si encontré algo bueno. Le respondo que nada y no se asombra. Cuando paso por delante del reloj marca las 11:10am. He perdido más de media hora. No importa, he perdido más de media vida y tampoco importa.
Llego a Prado. En una punta, el mar invencible. Le doy la espalda rápidamente porque me trae demasiados recuerdos y enfilo hacia la otra punta. El piso de granito está sucio y en él se sientan los niños de alguna escuela cercana. Forman dos filas y delante un maestro, casi tan niño como ellos, silbato en mano, les orienta un juego. Trato de pasarlos antes de que empiecen a correr. Las copas que adornan el prado, que antaño imitaban al as de copas de la baraja española, ahora se han convertido en simples vasijas, les falta la tapa a casi todas. No puedo imaginar a dónde fueron a parar.
Puede que sean mis viejos y cansados ojos, pero todo tiene un aspecto decadente. A los lados los hoteles se levantan renovados e impetuosos y las viviendas a penas se sostienen, algunas apuntaladas por vigas de madera. Todo es tan gris!
Doblo al llegar a neptuno. Dos cuadras más abajo en la primera tienda de víveres que encuentro no hay suerte, ni aceite que es lo que he venido a buscar. Otra cuadra más adelante lo encuentro. Hago la cola en la caja, espero a que la cajera termine de discutir con el empleado que cuida la puerta. Algún problema con un vale.
Al regreso, de nuevo en el prado me percato de que los árboles están pugnando por salirse de los huecos a que han sido destinados. Las raíces se han incorporado a la laxitud nacional y levantando las rejas que las contenían han decidido apoderarse del suelo de granito. No me imagino cómo se podría contener tan impetuoso avance, pero supongo que habrá alguna forma.
Paso de nuevo delante de los niños que se ejercitan. Es idea mía o ahora están más sucios, ajados y polvorientos. Si no lo hubiera vivido hace algunos años, no podría imaginarme cómo pueden volver a la escuela, vestir el uniforme sobre la mezcla de sudor y churre y continuar la jornada de clases.
Llego nuevamente a mi centro de trabajo. La señora que cuida la puerta me pregunta si encontré algo bueno. Le respondo que nada y no se asombra. Cuando paso por delante del reloj marca las 11:10am. He perdido más de media hora. No importa, he perdido más de media vida y tampoco importa.
martes, 21 de abril de 2009
Primer intento: Amanecer
La mañana está húmeda y la frialdad se cuela entre los huesos a pesar del calor. A las 7:30am, la Habana a penas se levanta. Todavía se limpia las lagañas, se despereza. Camino tratando de no ensuciar los zapatos. Batalla perdida de antemano. Por más que me mueva cada día sobre mis propios pasos, que aprenda de memoria la medida de cada bache, no es posible evitar tanta suciedad. Delante de mis ojos un perro se esfuerza inútilmente en defecar, o sea, en agregar un poco más de hedor al conjunto, casi insoportable ya. Por encima de mí pasa la avioneta de fumigación, por lo del dengue, no sé lo que va soltando, pero me arden los ojos.
Doblando por San José, después de sortear a los buscadores de pomos que alborotan la basura encuentro a una madre con su hija. La niña, aún medio dormida como yo, se esfuerza por mantener erguida la sombrilla, cargar la maleta y mirar por donde pisa, todo al mismo tiempo. Algo que también experimento y no me resulta nada fácil. La madre desespera y le grita: -Yamila! Vamos mija que esto es para hoy. Pobre Yamila, me digo, en unos pocos años habrá vivido lo suficiente para gritarles también a sus hijos. Probablemente más y peor, porque nada mejora, nunca.
A mí nadie me grita, pero también debo apresurarme. Cuando llego a Galiano cambia un poco el panorama. Los portales ofrecen abrigo de la lluvia y ya se ve más movimiento de gente. Aunque hay que tener cuidado de algún que otro edifico en peligro de derrumbe. En la esquina todavía duerme un borracho. Al doblar, el colorido grupo de los que practican Tai-Shi. Pero no, ya no están, hace varios días que no los veo. Probablemente alguna traba burocrática les ha impedido seguir practicando en la calle.
De nuevo abrir la sombrilla. Ya no me miro los zapatos. Todos los comercios están cerrados. A esta hora solo abren algunas cafeterías particulares. Aquí muchos padres compran merienda para sus hijos. Y les gritan.
Doblar por la calle industria es como dejar atrás un pequeño oasis para volver a sumergirse en el miedo de lo que puede caer de un balcón, de lo que no hay que pisar, del hedor que salta de los latones de basura. En la esquina del agro ya están trayendo alguna mercancía. Dos hombres sacan racimos de plátanos de un auto, a esta hora la acera es de ellos. Es una extensión del agro. Las aceras en la Habana no son para caminar. Puede que sean para sentarse. Algunas personas que viven muy estrechos las utilizan como sala. Sacan los muebles y se sientan a ver pasar a la gente. Los jóvenes se paran a conversar en grupos. Las rejas se abren hacia fuera y se quedan abiertas todo el día.
Tengo que apurarme, ya falta poco. Cruzar Neptuno siempre me desconcierta, tengo muy poco espacio para sortear las aguas albañales que salen a borbotones en la esquina y luego cruzar para doblar por consulado. Ya estoy llegando, Hoy no es lunes, así es que los niños de la escuela no tienen matutino. No están todos formados en filas en medio de la calle, sus padres los dejan en la puerta les gritan y ellos entran en la escuela, la calle es toda mía, para pasar. Pero la viejita de los dedos amarillos ya está mendigando. Pide un cigarro, un peso, cualquier cosa. Nunca le he dado nada. Debería, pero me da mala impresión. Tiene barba y está sucia. En el fondo me da miedo.
En las esquina ya diviso a algunos de mis compañeros. Ya estoy llegando a la meta. Paso el solapín y escucho el sonido de que ha registrado mi entrada. Aquí comienza el día.
La mañana está húmeda y la frialdad se cuela entre los huesos a pesar del calor. A las 7:30am, la Habana a penas se levanta. Todavía se limpia las lagañas, se despereza. Camino tratando de no ensuciar los zapatos. Batalla perdida de antemano. Por más que me mueva cada día sobre mis propios pasos, que aprenda de memoria la medida de cada bache, no es posible evitar tanta suciedad. Delante de mis ojos un perro se esfuerza inútilmente en defecar, o sea, en agregar un poco más de hedor al conjunto, casi insoportable ya. Por encima de mí pasa la avioneta de fumigación, por lo del dengue, no sé lo que va soltando, pero me arden los ojos.
Doblando por San José, después de sortear a los buscadores de pomos que alborotan la basura encuentro a una madre con su hija. La niña, aún medio dormida como yo, se esfuerza por mantener erguida la sombrilla, cargar la maleta y mirar por donde pisa, todo al mismo tiempo. Algo que también experimento y no me resulta nada fácil. La madre desespera y le grita: -Yamila! Vamos mija que esto es para hoy. Pobre Yamila, me digo, en unos pocos años habrá vivido lo suficiente para gritarles también a sus hijos. Probablemente más y peor, porque nada mejora, nunca.
A mí nadie me grita, pero también debo apresurarme. Cuando llego a Galiano cambia un poco el panorama. Los portales ofrecen abrigo de la lluvia y ya se ve más movimiento de gente. Aunque hay que tener cuidado de algún que otro edifico en peligro de derrumbe. En la esquina todavía duerme un borracho. Al doblar, el colorido grupo de los que practican Tai-Shi. Pero no, ya no están, hace varios días que no los veo. Probablemente alguna traba burocrática les ha impedido seguir practicando en la calle.
De nuevo abrir la sombrilla. Ya no me miro los zapatos. Todos los comercios están cerrados. A esta hora solo abren algunas cafeterías particulares. Aquí muchos padres compran merienda para sus hijos. Y les gritan.
Doblar por la calle industria es como dejar atrás un pequeño oasis para volver a sumergirse en el miedo de lo que puede caer de un balcón, de lo que no hay que pisar, del hedor que salta de los latones de basura. En la esquina del agro ya están trayendo alguna mercancía. Dos hombres sacan racimos de plátanos de un auto, a esta hora la acera es de ellos. Es una extensión del agro. Las aceras en la Habana no son para caminar. Puede que sean para sentarse. Algunas personas que viven muy estrechos las utilizan como sala. Sacan los muebles y se sientan a ver pasar a la gente. Los jóvenes se paran a conversar en grupos. Las rejas se abren hacia fuera y se quedan abiertas todo el día.
Tengo que apurarme, ya falta poco. Cruzar Neptuno siempre me desconcierta, tengo muy poco espacio para sortear las aguas albañales que salen a borbotones en la esquina y luego cruzar para doblar por consulado. Ya estoy llegando, Hoy no es lunes, así es que los niños de la escuela no tienen matutino. No están todos formados en filas en medio de la calle, sus padres los dejan en la puerta les gritan y ellos entran en la escuela, la calle es toda mía, para pasar. Pero la viejita de los dedos amarillos ya está mendigando. Pide un cigarro, un peso, cualquier cosa. Nunca le he dado nada. Debería, pero me da mala impresión. Tiene barba y está sucia. En el fondo me da miedo.
En las esquina ya diviso a algunos de mis compañeros. Ya estoy llegando a la meta. Paso el solapín y escucho el sonido de que ha registrado mi entrada. Aquí comienza el día.
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